Constanza Reyes III° Medio
Siempre anhelábamos que la hora marcara las siete de la tarde. Esperábamos con mi hermana el
sonido de las llaves ¿tan silenciosa era la casa que escuchábamos el portón abrirse? ¿o quizás eran nuestras ansias actuando? No lo sé, pero cada vez te aproximabas más.
Desde la ventana se te ve tu chaqueta café, al igual que tus botas, siempre con tacones, sujetando
una bolsa con pan, 2 tomates y 4 huevos. Corríamos con mi hermana a recibirte en la puerta. No cruzamos palabras, pero ambas sabíamos y entendíamos esta sensación. Una abrigadora y acogedora.
Se abren las puertas, y entra el aire frio del exterior, que chocaba con el calor que expulsaba la
combustión lenta. Pero nada se podía sentir más que tu olor, el olor de mamá. Algo que siempre
te notaba y es difícil de describir. Ese olor dulce y pasoso, como la canela, que nunca ha cambiado
y que conocía desde el momento de nacer ¿tal vez esa es la razón del porqué me sentía tan
reconfortada al abrazarte? No lo sé, puede ser. Aunque cada vez siento que ese “puede” es un
hecho.
Para terminar el ritual de bienvenida, nos dabas tu sonrisa de Duchenne y tus besos, dejándonos
una marca de labial rojizo en nuestros cachetes que instintivamente removía con la manga de mi
brazo. Continuabas tu recorrido a la cocina, ordenándonos que pusiéramos la mesa para comer
esta rica y rutinaria oncecita. Una mesa llena de olores y sabores. El pan tostado y que más de
alguno se quemó, desprendiendo ese olor a ceniza que nos obligaba a abrir las ventanas. La sartén
caliente llena de tomate picado, que se reducía al doble por la cocción y el sonido que hacían los
huevos cuando se añadían a la sartén, como un zambullido de abeja. Conversábamos de nuestro
día, con una taza de té y yo veía cómo se mezclaban nuestros tres olores. Tu formabas la canela,
mientras que la Camila naranja y yo vainilla. Olores muy opuestos, otros no tanto, pero que juntos
formaban este ambiente hogareño.
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