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Ignacio Bravo B.

Tita Ana


Ignacio Bravo B.

Cuarto Medio


Hay un olor que viene de la cocina, un olor conocido, es el olor de las galletas de jengibre de mi abuela, el glaseado y el toque a miel en la galleta, no hay sabor ni olor que me recuerde más a ella y a todos los momentos felices compartidos , la dulzura en sus postres no tenía comparación, hacía un suspiro limeño que me encantaba a mí y a mis primos, era el único suspiro limeño que me gustaba, y nunca más podré comerlo ya que nadie podría nunca igualar el amor y dedicación que le ponías, cuando murió, mi mamá conservó un gran libro con cubierta de cuero negra en el cual están todas las recetas de mi abuela, intentamos hacer sus clásicas galletas de jengibre las que tanto añoro a veces, pero no, no fue igual, ahí es cuando me di cuenta de que no todo lo que me gustaba de las galletas eran las galletas en sí, era estar con ella. La evocación de las memorables experiencias que uno compartió con sus seres queridos es un recurso terapéutico encomiable, al tiempo que una oportunidad de revitalizar una chispa de nostalgia en nuestro ser. En este sentido, mi abuela, una dama de cualidades singulares, es fuente inagotable de recuerdos que evocan la calidez y la ternura.


Entre estas preciadas reminiscencias, se halla una que me transporta a mi infancia, específicamente a una época en la que mi abuela solía preparar una exquisitez culinaria que constituía una de mis delicias favoritas: unas exquisitas galletas de jengibre. El aroma inconfundible de las especias, la textura delicada y el sabor inolvidable que caracterizaban aquellas galletas eran el preludio de una experiencia gastronómica que elevaba mi paladar a una dimensión sensorial que trascendía lo ordinario.


Sin embargo, más allá del placer que me brindaba el sabor de aquellas galletas, el acto mismo de su preparación, con la participación activa de mi abuela, simbolizaba una manifestación de su amor y afecto. En cada etapa de la elaboración de las galletas, desde la selección minuciosa de los ingredientes, hasta el amasado y corte de la masa, mi abuela me involucraba con una paciencia y una dedicación que solo una madre o una abuela pueden ofrecer.


Así pues, cuando rememoro aquellos momentos de unión y ternura, me invade una sensación de

gratitud y nostalgia, pero también de dicha y plenitud. La figura de mi abuela, con su sonrisa dulce y su mirada cálida, sigue siendo un faro de luz que ilumina mi existencia, y las galletas de jengibre que ella preparaba, un manjar que, más allá de lo sensorial, constituye una fuente de evocación y agradecimiento.

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