Francisca Campos
4to Medio
Recuerdo aquel día, aquel amargo día en el que la pérdida de un ser querido nos habría reunido a todos desde distintos lugares de Puerto Montt y Chiloé. Desde ese entonces yo no sabía cómo sentirme, más bien trataba de no sentir, quizás si no sentía nada, evitaba y suprimía el dolor sería mejor, y quizás esta amargura y tristeza se iría y yo podría olvidarla. Estaba en la casa de mi abuela, aquella casa que también se había convertido en un pequeño gran negocio familiar, en donde nos reunimos a almorzar y también mi familia hacía buenas ganancias. Muchos parientes llegaron: cercanos, no muy cercanos, y los más bien lejanos, todos en el mismo techo. Muchos rostros se veían apagados, aquella noticia los había golpeado rotundamente. A pesar de la muchedumbre, yo me sentía distanciada de todo lo que sucedía. Puede que sea entendible, después de todo era aún una niña, que iba creciendo y no comprendía tantas cosas como los adultos, y tampoco era cercana con mis familiares chilotes, nunca he sido alguien que tenga contacto estrecho con otros familiares. Recuerdo aquel piso de cerámica color café, los cómodos sillones marrones de cuero ocupados, la mesa de centro de vidrio; con la que a veces me golpeaba en la rodilla, las voces de aquellos chilotes y puertomonttinos que conversaban entre ellos, preguntándose cómo estaban, qué era de sus vidas y de sus trabajos, y a pesar del reencuentro y de las cotidianidades de las que hablaban había mucha seriedad y con un todo y sentimiento alicaído. Entre la multitud yo estaba desorientada, hasta que derrepente te vi.
Eres algo mayor que yo, quizás por unos 3 o 4 años. A pesar de la razón por la que estabas con tu familia en esta casa, te alegraste en poder verme. Ya hace siglos que no nos veíamos. Me saludaste, y fuimos a la habitación de mi abuela, la que tenía una pared rosada, que estaba adornada con diversos cuadros, con fotografías que capturaron a las personas que ella más ama, incluyendo a mi pequeña yo. Asimismo recuerdo aquella foto en blanco y negro de mi tío cuando era apenas un niño con una sonrisa que demostrana la inocencia y la euforia de la niñez, y el cuadro de Jesús que estaba arriba del respaldo de la cama que era de madera color café oscuro, que mostraba su rojo corazón rodeado de una corona de espinas que en la parte de arriba le flameaban llamas y a través de esta salía la cruz de madera que junto con la flama simboliza su pasión, y le llegaba unos rayos celestiales que lo iluminaban. Siempre que entraba a su pieza me quedaba mirando cada cuadro y objetos que habían, las fotos de mi niñez, de mi tío, de mi madre, de la gata siamesa llamada Luli; con la que me gustaba estar sentada mientras ella dormía en mis piernas, el San Expedito de su velador, las sopas de letras que tanto le gustaban, y algún que otro juego de letras. Entre medio también estaba un estuche rojo que tenía mi nombre y una croquera, ya que igual me gustaba dibujar y pintar en su casa, ese era una de mis grandes métodos de entretenimiento, cuando tenía la inspiración a flor de piel.
Antes de que nos reuniéramos, estaba yo usándola.
Las dos nos sentamos en la cama, la que siempre fue muy cómoda, tenía muchas capas de sábanas amarillas, plumones florales blanquecinos, y mantas muy suaves, la sentía esponjosa a pesar del ruido que salía del viejo colchón con sus resortes. Me preguntabas tú cómo estaba, qué ha sido de mi existencia, y yo también te preguntaba lo mismo. Me parecías una persona curiosa, al ser una estudiante mayor, además de que ya estabas casi saliendo del colegio y yo todavía no entraba a la media. Te llamó la atención la croquera que estaba cerca mío, y entonces me consultaste si me gustaba dibujar. Así fue que nuestra conversación comenzó a fluir.
A ti también te gustaba el dibujo, hablamos de las complicaciones y dificultades que sufríamos al dibujar, que era difícil dibujar el otro ojo, dibujar las manos, yo te mencioné también las cejas, que a veces me costaba que me quedaran parecidas en el rostro, y también me hablaste de la anatomía. Querías ver mis dibujos y te los mostré, a pesar de la vergüenza que me daba hacerlo, y expresaste que era bastante buena en el arte. Me contaste luego que tenías una parte de tu habitación con muchas croqueras, y siempre quise saber cómo era tu estilo de dibujo.
A pesar de la tristeza de pérdida que había alrededor, el haber charlado contigo me había reconfortado bastante. De todos mis primos, eras con la que más me entendía. Contigo solía conversar y reírme mucho, siempre que venías con tu familia a visitarme jugábamos con mis juguetes. No tengo memorias claras de lo que hablábamos y de lo que hacíamos, pero este es el más reciente que tengo y del que más me acuerdo.
No sé cómo se me ocurrió escribir esto. No es que seamos cercanas, pero de repente en una iluminación de ideas que tuve, recapitule este recuerdo en mi vida, en el que tú estabas, y entonces me acordé que han pasado años desde desde la última vez que nos vimos, desde aquel entonces no he sabido nada de ti, y probablemente tú tampoco de mí. Me pregunto qué será de ti. Ya debes estar en la universidad.
Me pregunto si en algún momento te volveré a ver.
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