Leonor Vargas - 3° Medio
Tenía como 6.
Escucho el agua caer por la cascada de aquella pradera adornada con tiernas ovejas y cornígeras vacas. Aunque estábamos en verano, había llovido la noche anterior, y el aroma de la tierra húmeda inundaba un espacioso sentimiento de paz en mi. A medida que me adentraba en mi búsqueda, persistentes cadillos se iban sujetando a las caderas de mis zapatos. El viento me susurraba. Me susurraba que lo que estaba haciendo no estaba bien, y que por ello me llevaría un regaño increíble al volver a casa. Creo que lo confundí con la voz de mi abuela. Se me esfumó la idea cuando los dos pastores australianos que me acompañaban, rasgaban con ímpetu un tronco seco que probablemente llevaba allí más años de los que yo llevaba viviendo en ese entonces. Supe de inmediato de lo que se trataba. Los perros lograron pillar nada más y nada menos que el dragoncito del bosque, la esmeralda de sangre fría o, como los adultos le decían, una lagartija. Los aparté para que no pudieran hacerle daño. Al fin y al cabo, a mi mamá le daba más miedo cuando ponía a la lagartija correr dentro de casa.
Después de una larga batalla intentando capturar aquel pequeño verde reptil que se escurría y escabullía por cada mínimo hoyuelo del viejo tronco, pude atraparla. Pero como buena perdedora, desató toda su ira sobre mi dedo pulgar, intentando aplastarlo y molerlo con su pequeña mandíbula. Si tan solo le hubiese dicho que se veía graciosa intentándolo. Su piel era suave y resbaladiza. Podía sentir cada una de sus escamas.
Me detuve un momento a beber agua de la vertiente, aquella batalla me había dejado exhausta. La lagartija se había tranquilizado. Me había dicho mi papá que, al tener ellas sangre fría, se acercaban al calor, y creo que el que la palma de mi mano le daba era suficiente para mantenerla en paz. En ese momento no me percataba de la mirada atenta de los perros sobre ella, sólo podía sentir el sabor del agua fresca en mi boca.
La llevé conmigo, y le di un pequeño recorrido por la casita de campo en la que me habría pasado la vida jugueteando. Le mostré el baño, la sala, mi pieza; pero creo que le gustó más el patio. Esa noche creí haber escuchado desde mi habitación a la lagartija conversar con mis padres detrás de la estufa. Quizás les estaba contando todo lo que había pasado ese día. Quizás sólo estaban tomando mate y mordiendo un pan tostado con mantequilla. No lo sé.
Tengo 16.
Con más años de los que tenía el tronco de la lagartija en esta memoria, no puedo lograr comprender cómo podía mantenerme en calma y seguridad mientras esa feroz bestia aniquilaba mi dedo. No podría ahora. Pienso que es así porque dejé de hacerlo. Intenté atrapar a una este verano, pero vacilé y la lagartija corrió tan rápido como sus pequeñas patitas le permitiesen. Sin embargo, he de admitir que es uno de los recuerdos más preciosos que he logrado rasgar de mis memorias. Uno entre miles.
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