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Bruno

  • Ana Meza
  • 10 jun 2023
  • 3 Min. de lectura

ANA VICTORIA MEZA BARRIOS

3medio


Sábado 18 de marzo, nos encontrábamos reunidos en aquella pequeña sala del apartamento,

estábamos casi toda la familia, a excepción de mi tía que no vive ni cerca. Mi tío, su pareja, mi

primo, mi papá, mi hermano, y, por supuesto, yo, disfrutábamos de una tarde de pizza perfecta,

pues se estaban cumpliendo 46 años desde que mis abuelos se casaron legalmente, aunque antes

ya se habían casado por la iglesia. El partido de béisbol en la televisión, el olor a la masa que mi

papá rigurosamente amasaba y horneaba, con esperanza de que fuera la pizza perfecta para la

familia, mi hermano, quien realmente estaba envuelto en sí mismo, ajeno al partido, ajeno al

ruido, pues su atención era robada por el cubo Rubik que tanto se había esforzado en armar, y yo,

que me encontraba observando a quien, desde hace ocho meses, se había vuelto el miembro más

joven de esta familia, mi primo.

Se encontraba sentado en el regazo de mi abuela, que tiernamente le hablaba con palabras que a

mis oídos no hacían ningún sentido, y creo que, para él mucho menos, pues toda su atención y

concentración se centraba en, intentar, con sus pequeñas manos, quitar los calcetines que le

quedaban, como mínimo, dos tallas más grandes de lo que deberían. Recuerdo, en un punto,

haber arreglado sus calcetines, pues me resultaba ocurrente que estos estaban colgando de la

mitad de su pie como si fueran dos serpientes de juguete.

Me quedé detallando su rostro, que, aunque no lo admita en voz alta, me causa profunda ternura.

Esa fue la primera vez, en ocho meses, que de verdad lo miré. Sus mejillas estaban más rellenas de

lo que yo creía recordar, y sus ojos se veían más sonriente que nunca. Al verlo, instintivamente,

sus ojos se reflejaron en mi rostro, y luego, yo también estaba sonriendo.

Vi sus pequeños labios formar una gran sonrisa que se incrementó a una carcajada al momento

que decidí sacudir mi cara de lado a lado con rapidez a modo de juego. Para mí, la acción no

significó mucho, pues lo hice casualmente y casi sin darme cuenta, pero luego escuché su risa tan

característica de un bebé y me sorprendí, me pareció curioso que costaba tan poco hacerlo reír y

que, aun así, yo nunca lo había hecho. Sus pequeñas manos intentaban alcanzar mi cara y sus

piernas pateaban en todas direcciones, mi abuela reía, y todos los presentes se quedaron en

silencio, expectantes a las acciones que Bruno realizaba. Decidí hacer el movimiento de cabeza de

nuevo, él volvió a reírse, yo lo volví a hacer, y él se volvió a reír, y así se repetía. Me dejaba detallar

su carcajada, sus dientes que habían empezado a relucir y otros que aún no se podían ver del

todo, sus ojos en forma de medias lunas, y sus mejillas deformadas por su sonrisa.

Podía sentir los ojos de mi familia en mi espalda, expectantes a nuestra interacción, luego, escuché

el sonido de la cámara, volteé a ver al resto, y se encontraban sonriendo, mi tío alzaba un celular

en su mano, encantado con la risa de su pequeño hijo, y como un padre orgulloso, me decía que

siguiera haciéndolo reír, para así, conseguir más fotografías. Continué con el gracioso movimiento

de cabeza por un rato, hasta que Bruno se aburrió. Luego de esto, la pizza estuvo lista.

Esa era la interacción más cercana que había tenido con él en ocho meses, en ese momento, de

verdad parecíamos familia, me encontraba contenta por esto, pues, visitas anteriores, no hacía

más que saludarlo juguetonamente y verlo de lejos. No era la primera vez que trataba con un

bebé, sin embargo, aunque suene exagerado, sí se sintió como la primera, y creo que, en el fondo,

lo fue.

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