Antonia Quilodrán L.
4to Medio
A los 14 años me regalaron un ukelele, café, alargado, con
cuerdas blancas recién nuevas, mis padres sabían cuánto
anhelaba uno desde que vi como personas cantaban con su
armoniosa voz con la compañía de uno en redes sociales, me
propuse saber tocar miles de canciones para finales de ese año.
A la par, estaba inscrita en una academia de teatro, según yo,
para afrontar mi timidez y temor social, donde nos pedían un
talento para iniciar con nuestra clase.
Traté de vislumbrar a todos con la sinfonía de las cuerdas de mi
pequeño instrumento que, en ese momento, para mí fue
perfecto. Varios aplaudieron pero ahí noté su presencia que
resaltaba por sobre los demás con sus ojos verdes como un
bosque y un brillo de luna, desde ese momento, el ukelele ya no
tenía un objetivo de entretención o pasatiempo, sino un
llamado de atención para que esa persona fijará su vista en mí.
Pasando el tiempo nos hicimos más y más cercanas, al punto de
hacer nuestros sentimientos crecer como un tulipán en
primavera y a la vez, fui perfeccionando mi técnica
instrumental conforme avanzaba mi ánimo y emociones que
sentía. Me acuerdo la vez que llegaste con stickers de los jugos
en caja para decorarlo ya que, según tú, eran muy “yo”. Llegó el
día más importante para un actor/actriz, la presentación oficial
de la obra, después de gritar “mierda, mierda, mierda” para
darnos ánimos salimos con el pecho de paloma hacia el escenario.
En una parte tuve que tocar mi instrumento, acompañado de tu
aguda voz que, para ser sincera, en ese momento parecía un
coral de ángeles bajando desde el cielo, nunca había sentido un
momento tan nuestro, tan íntimo con otra persona y que esa
persona era especialmente mía y yo, suya. Nuestras habilidades
se conectaron rápidamente a la perfección y la obra finalizó con
dulces aplausos de parte de la audiencia con nosotros saliendo
hacia los camarines temblando de la emoción y con el descenso
de la adrenalina del momento.
Pasó el tiempo, semanas y meses y mis cuerdas se estaban
deteriorando al punto de verse amarillentas, los acordes ya no
sonaban igual, los stickers pegados empezaron a perder el color
y mis manos no lograban sacar la melodía perfecta que yo
necesitaba, ¿Quizás necesitaba algo más? Claramente algo me
faltaba, me hacían falta esos ojos aceitunados que me miraban
con asombro cada vez que sacaba un sol o un mi en el
instrumento, me faltaba esa voz que combinaba perfectamente
con la melodía, me faltaba mi motivación para tocar, me faltaba
ella, ella que sin hacer nada hacía que mis manos, quizás del
nerviosismo, hacían que toque el ukelele.
Poco a poco fue quedando en una esquina de mi pieza, un
rincón oscuro y manchado por la humedad, el rincón donde van
las cosas ya olvidadas o que quisiera olvidar pero finalmente sé
que no lo haré por que significa algo para mi, recuerdos
vergonzosos, amorosos e íntimos con otra persona a la cual
aprecié, y se esfumó como la niebla al amanecer, al igual que mi
motivación y sentimientos por aquel instrumento que se pudre
en esa esquina.
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