Mathilda Sigel
IIIº medio
Era un 5 de octubre por la noche cuando un sueño que creía lejano se hizo realidad. Cuando vi una bola de pelo envuelta en una manta café y roñosa, adentro se encontraba el cual en el futuro se convertiría en mi mejor amigo durante los próximos 9 largos años.
El día anterior a ese, meses y años atrás llevaba pidiendo lo que por fin callaría mis insistentes suplicas de tener un compañero para las travesuras que se me vendrían, ese día mis ilusiones de tener un perro se había esfumado ya que había pasado todo e día sin señales de alguna pista de tenerlo, hasta que en la noche cuando todos los invitados se habían ido, la torta desparramada sobre la mesa, papas fritas y mis papás ordenando la casa la cual estaba llena de papeles de regalo.
Sonó el timbre y me pregunte quien era ya que a mi parecer nadie mas iba a llegar, hasta que mi mamá me impidió tomar el picaporte y abrir la puerta, me obligo a encerrarme en mi pieza hasta que mi papá y ella me digan que podía salir y se me hizo extraño ya que cuando me “castigaban” hacían lo mismo, fueron minutos pero para mi fueron como horas en donde me preguntaba que hice mal y cuál fue la causa de un me hayan dicho eso. Escuché la dulce voz de mi cariñosa mamá gritarme desde el oscuro hall de la casa y me dijo un me tenía una sorpresa que sabia que estaba esperando desde que vi la película “Hachiko” que como niña pequeña me movió el corazón y me dejo seca de tanto llorar.
Había una pareja de jóvenes sonriéndome de oreja a oreja y recuerdo que me hizo sentir bastante incómoda ya que nunca los había visto. La joven tenía un bulto entre sus brazos, no sabía que había en esa manta café con olor a vainilla y a leche en polvo, se puso a mi altura y bajo la manta, adentro de esta se encontraba un perrito blanco con nariz de botón y patas que parecían malvaviscos. El chico que acompañaba a la joven por fin hablo y me comento que el perro que parecía una pepita me estuvo esperando mucho tiempo, me contó la trágica historia del perro que fue que ni su mamá ni sus hermanos le hacían caso porque era más pequeño y débil de la camada, llevando al pequeño a una “depresión canina” la cual nunca había escuchado en mi vida. Y sin duda alguna y sin previa autorización decidí que el iba a ser mi compañía.
Lo llame Hachy ya que era una abreviatura del título de mi película favorita, y tal como en la película iba a ser el mismo tipo de compañía que el cachorro le entregaba al dueño. Desde que llegó a la casa no he tenido tiempo de sentirme sola ya que a donde vaya me siguen unas patas curiosas por nuevas aventuras ya sea para bien y para mal, ha sido el mejor compañero a la hora de estudiar, de una siesta y para salir a caminar de preferencia, a la playa porque le encanta meterse al agua y que su hocico quede lleno de arena.
A día de hoy no me imagino sin su peculiar peso en mis brazos o en mi cabeza a la hora de dormir, me enseño a querer de una manera que no creí que fuera posible, se que su paso por mi vida tiene fecha de caducidad y me asusta creer que cada año qué pasa es un año donde el ya se cansa de jugar mucho más rápido, donde sus dientes se empezaron a caer o en donde lo único que quiere hacer es dormir en mi cabeza o detrás de la estufa.
Es difícil admitir que las mascotas no son eternas y no siempre van a estar para uno, sin embargo nos quedamos con las cosas que estos pequeños animales peludo nos han ido enseñando a través del tiempo, a mi Hachy me enseño una manera incondicional del amor que nunca había recibido por parte de nadie, hasta que llegó el a escucharme hablar de mis problemas, mis materias del colegio y más importante, el escucha a diario lo importante que es. Así si algún día sus patas ya no siguen mi mismo camino no quede el arrepentimiento de no haberle dicho que era importante, aunque el ladee su cabeza sin entender lo que le estoy diciendo y me empiece a lengüetear mi cara demostrándome el cariño que me tiene.
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