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Tómas Gutiérrez G.

Un mundo por descubrir

Tomás Gutiérrez G.

IV° Medio


En el agosto de 2013, a mis 8 años, como la mayoría de todos los domingos, estaba en mi casa con mi Papá, ordenaba la bodega, barnizaba algunos muebles, arreglaba el cerco, una persona que no conocía la palabra descansar en su vida. Mi Mamá, quien seguía en pijama y se organizaba con sus papeles y llamadas. A su lado, estaba regaloneando con ella, mirando en los canales como Animal Planet y en especial los programas que estaba Chespirito, como el Chavo del 8, El Chapulín Colorado y El doctor Chapatín. Diría que también fue influencia para mí, ya que me gusta hacer reír a mis amigos.


Al desayunar juntos en la mesa, con unas exquisitas tostadas de palta y queso derretido, mis favoritas. Mis papas hablando sobre los que íbamos hacer en el próximo verano, ya que al además que no le gustaba no hacer nada, también era de esas personas que viajarían por todo el mundo y conocería sus grandes atracciones y culturas. Antes de retirar las cosas de la mesa, me dijeron que nuestras próximas vacaciones serán en Brasil.


Enero de 2014, Búzios, Brasil.


Ese día recuerdo que decidimos ir a unas de las playas turísticas de la zona, sentía cada rayo de sol llegaba solo a mi rostro, llenísimo de gente, el agua cristalizada que me llegaba hasta los hombros. De lo que yo vi que se podía hacer era andar en kayak, dar unas vueltas en moto de agua y, sobre todo, bucear, ¿Qué era bucear para mí?


Veo a mi papa abriendo su bolso rojo que hasta yo podía esconderme en él. Saco unos zapatos largos para los pies y saco unos anteojos con unos tubos, el medio que los zapatos eran las aletas y los anteojos con el tubo era la máscara de buceo, el equipo necesario para bucear. El me paso también unas aletas y esos anteojos, en cambio, él se quedó con un cinturón de plomo que era casi tan pesado como mi cuerpo cuando no me quería levantar de mi cama, lo que más me impresiono fue su cuchillo de una hoja de hierro, un mango negro y con su correa para la cadera.


Me dijo que él me iba a enseñar a bucear, el cual era una afición cuando estaba en la U y me la quería enseñar, ya que quería que conociera el otro mundo de la tierra y sus diversos animales.


El Roro, que era su apodo de la U, llevo los accesorios para equiparnos en el agua, era un equipo que era más fácil colocarse en el agua, al colocarme la máscara, no podía respirar por la nariz y tenía que respirar por la boca, algo que no estaba acostumbrado.


Yo ya a esa edad ya sabía nadar así que no me complico utilizar las aletas, incluso me facilitaba al nadar, me sentía literalmente como una foca. Ya con el equipo listo, me dijo que lo siga pero que no sumerja la cabeza. Llegamos a un lugar con piedras que me recordaba donde se refugiaba Chuck Noland en la isla, en la película Náufrago. En ese momento me sentía nervioso, porque no sabía que podía encontrarme ahí abajo. Cerré los ojos, sumergí la cabeza, al abrirlos, presencié algo único del planeta y que la hacia especial, la gran diversidad de seres vivos. Podía ver muchos peces de distintos colores. El pez que más me gusto fue Dory, que estaba cerca de unas rocas, a Don cangrejo con algunos de su familia y ver como tomaban sol a las brillantes las estrellas de mar.


Realmente fue un hecho que nunca se me olvidara, especialmente aprendí que se puede admirar la belleza de las conchitas y piedras que descansaban en la arena.


Él me señalo con un lenguaje de buceadores que nos vayamos por la playa nadando y apreciando el fondo marino al mismo tiempo, yo tomándolo de la mano para no perderme, ya que esto era desconocido para mí. Yo veía piedra o conchita y me la llevaba, hasta quería llevarme las estrellas de mar, pero Rodri no me dejó. Me interesó como era tan diferente con el mundo terrestre que quería seguir y seguir en el agua, pero ya era tarde para poder hacer otras cosas en las vacaciones.


Algo que nunca me voy a olvidar, fue que, antes de tocar la arena blanca que entre sus dedos las casas de los antiguos cangrejos ermitaños, me pase el rollo y me imagino un tiburón que generaba pánico al solo escuchar las personas que se a almorzado. Miré atrás, vi un pez, un pez feo y con sus dientes que sobresalían de su mandíbula. Esa barracuda, que ya al verla me asusté, lo más chistoso que seguía acercándose hacia nosotros, pensado que me iba a atacar, yo trataba de avisarle a mi papa, hasta que le tuve que darle manotazos en la espalda. Finalmente me dijo que era de esos peces miedosos que, con tratar de acercarse a él, huía.

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